¿Soluciona algo la violencia?
Ahí está, brillante y mentirosa, la frase ladina y desmovilizadora:
«¿Soluciona algo la violencia?». El fascismo que empapa la sociedad la
ha convertido, tras tanta violencia suya, en el paradigma ideológico que
impida toda eficaz protesta social ante quienes están sacrificando a
todo un pueblo. Hasta personalidades significativas como el presidente
del Poder Judicial y del Tribunal Supremo se apresura a desmentirse a sí
mismo negando su frase anterior en la que afirmaba que «los escraches,
si no hay violencia, son ejemplo de libertad de manifestación». Apenas
pasadas veinticuatro horas el Sr. Moliner encarga a una subordinada, ni
siquiera tiene la elegancia de protagonizar él la rectificación, que
diga esta otra cosa: «no dijo únicamente (el Sr. Moliner) que los
escraches eran una manifestación de la libertad de expresión sino que
hizo esta matización tan importante: que cuando esa libertad de
expresión supone una vulneración del derecho a la intimidad o del
derecho a la integridad física, o tiene contenidos violentos, por
supuesto no la respalda». ¡Ah, Pedro, yo te digo que antes de que cante
el gallo me habrás negado tres veces!
Habría que saber a ciencia cierta dónde empieza y acaba la intimidad
de los dirigentes políticos. La altísima calidad que revisten ¿debe
considerarse solo en los momentos en que actúan desde su cargo o esa
altísima calidad debe acompañarles en cada hora desde que hacen su
solemne juramento del cargo? ¿Pueden renunciar a ella cuando surge la
protesta quienes llevan siempre incorporado el poder público? Si se
abofetea a un ministro que pasea con su perro, al margen ya de su
función, los tribunales sobreestimarán que se ha abofeteado a un
ministro.
Y ahora analicemos someramente esa referencia a los «contenidos
violentos» que, según la portavoz del Sr. Moliner, justifican la acción
represora de la Policía y de los tribunales. La violencia es una palabra
muy confusa porque también lo es el concepto de que procede. ¿Qué es
violencia? Quizá la haya definido con bastante exactitud María Moliner:
violencia es «cosa que se hace con brusquedad o con extraordinaria
fuerza o intensidad». Seguimos en la confusión. ¿Es brusquedad punible
gritar a un dirigente político que destruye bruscamente la vida de los
ciudadanos? ¿Acaso el escrachista procede con extraordinaria fuerza o
intensidad por dar golpes a una cacerola o exhibir un cartel
condenatorio de la acción de gobierno? ¿Está hecho el político con la
fina textura del ala de la mariposa? Quizá los niños de los políticos
despierten con el ruido de los escrachistas, pero los niños que habitan
un hogar en paro duermen poco y mal.
Y qué decir de los «contenidos violentos» a que se refiere la
portavoz del presidente del Tribunal Supremo? ¿Acaso no violenta a la
razón que el singular Sr. Floriano pida que no nos «ciegue el mal dato»
de las cifras del paro? Dice este caballero con desenvoltura que «más
pronto que tarde» llegarán a las familias y a los desempleados los
beneficios de la acción gubernamental. ¿Y decir tal barbaridad no
contiene una violencia abisal? ¿No es una violación flagrante de los
derechos humanos poner en la mesa las viandas con que burlaban del
hambriento Sancho, en el palacio de los duques de Zaragoza, al retirarle
los platos sin dejarle comer ni una miga? ¿También el Sr. Floriano
promete a los parados el gobierno de la ínsula Barataria tras la triste
dieta? Todo eso que hacen y dicen los apoltronados políticos del PP ¿no
contiene una violencia de «extraordinaria fuerza o intensidad»? ¿No es
inicuo asegurar ante la crisis que ya se dan «señales positivas aunque
no lo noten los ciudadanos»? ¿Cree decente el Sr. Floriano tratar además
de imbéciles a esos ciudadanos?
Sr. Floriano, es moralmente inaceptable que usted advierta que
«España vuelve a generar confianza» para que «el crédito vuelva a fluir
sin ningún problema». Todo eso constituye un delito de alteración del
orden público. Tras las palabras de este descarado caballero podrían
alzarse las masas y sería justo, al menos si uno atiende a la vieja
doctrina de la Iglesia acerca del estado de necesidad. Dice el dirigente
«popular» que España genera confianza, pero no aclara que esa confianza
afecta solamente al mundo de la especulación, receptor de unos fondos
que inmediatamente inmoviliza en sus balances. Sigamos con el análisis
de lo que es violencia. ¿Es o no es violencia conceptual, y no la hay de
peor especie, convertir en delincuentes a los antisistema? ¿Por qué los
ciudadanos que condenan el sistema han de ser raíz del terrorismo y no
honrados ciudadanos que saben que el actual modelo de sociedad solo
tiene un remedio: destruirlo? Podría escribir cambiarlo, pero los que
mandan el barco no desalojarán el puente si no les lleva por delante la
fuerza popular. Parece despreciable que digan a la ciudadanía que en vez
de protestas públicas procedan mediante la palabra escrita con respeto o
hablada con modestia. Si la palabra valiera un maravedí bastaría con
decirles algo tan sencillo como que han falsificado las elecciones y que
merced a esa mentira disfrutan los cuatro años de poder que ganaron con
el más vil engaño. Un poder que sigue haciendo legal una Constitución
que gana batallas después de muerta y cuyo contenido, que nació falso,
sigue siendo falso.
La vieja y falsaria España, la España del poder y no la de todos los
españoles, sigue siendo la única España posible. Ahora que acabamos
prácticamente de celebrar la Constitución de 1812 leamos este párrafo
que tiene toda la frescura de lo actual: «La retórica reformista de los
hombres de 1812 podía haber ilusionado a quienes deseaban una
transformación profunda del país, pero la aplicación real del programa
formulado por las cortes de Cádiz puso en evidencia sus grandes
limitaciones. Quienes entonces lo habían elaborado y se disponían a
ponerlo en práctica deseaban una conciliación con las viejas clases
dominantes, lo que les obligaría a echar en olvido las reivindicaciones
populares y, muy en especial, las de los campesinos... Había que evitar
que ese pueblo formulase sus propias reivindicaciones, que criticase la
gestión del gobierno, que se constituyese en partido y se buscase otros
jefes».
Las líneas que anteceden pertenecen a mi admirado Josep Fontana en su
obra «La crisis del antiguo régimen», ¿Antiguo régimen? En 1990
publiqué mi libro titulado «El año que va a pasar» y que contenía mis
artículos publicados en «Egin». Perdóneseme la autocita, pero justifica
mis viejas seguridades acerca de España: «Es siempre la misma historia,
dentro de la cual cada año que ha transcurrido es el año que va a pasar.
La vida española es como una partida de ajedrez entre dos malos
jugadores: al tercer movimiento cualquiera medianamente experto en el
juego colige lo que va a suceder. Si algunas veces no salen los
pronósticos todo lo acertados que debieran es porque algún español
ilustre, más bárbaro que los restantes españoles ilustres, golpea la
mesa y derriba el tablero. Pero puestas de nuevo las piezas en pie todo
torna a su posición inicial y la partida concluye sin sorpresa alguna».
Han pasado doscientos años y la realidad continúa corrompida por una
clase política que teme profundamente a las masas. De ahí la invención
de las transiciones, que siempre ha convertido en trapos sucios toda
posible modernización intelectual y material de España. Siguen
elaborando las leyes represoras que entregan a una justicia que jamás ha
tenido, por ejemplo, la calidad de la inglesa. Un juez de condado
inglés jamás se hubiera comportado como el Sr. Moliner, presidente del
Tribunal Supremo.
Antonio Álvarez Solís.
Publicado en Gara
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